martes, 18 de enero de 2011

El regreso de los caracoles (2004)

 Cosas que ya no poseen significado para la señorita Consuelo. Pronto oscurecerá, la única facción del día en los cabellos tristes y desbarrancados sobre ambos hombros. Todo es observado con una cautela enternecedora. La luz se vuelve en sí. Una anciana de muchísimas pérdidas le hace el amor a la niña (ella niña) que habita en su último crepúsculo. Sabe que va  a morir. De hecho, espera morir tendida en el jardín de árboles frutados y bajo un cielo leve.                                                                                                                       Algunas hormigas asesinan a la cigarra y  regresan al invierno interino.

    El impacto de unos ojos bellos, abiertos al día y a las espigas que moldea el viento. Ojos nacidos como lo tierno de una caricia o quizás en las lágrimas solo explorables en la vigilia. Ya no hay tantas espigas, ni campo virgen, ni viento. Solo tiempo y espejos paralelos en los que se refleja, ambas Consuelo se reflejan. Regresa en los ojos que la cuidan. El amor en sus ojos, los que cuidan de su vida. Y allí lo frágil del universo, incluyendo las constelaciones.


     Echaba de menos la manera de reír que poseía su padre. Cuando navidad todos se regocijaban de la riza sin importar cuanto le dolieran los riñones. Algunas navidades después se darían a entender que su padre, el mismo de anchas muecas, era alcohólico, que estaba triste, que necesitaba el calor del hueco del pecho que un  romance sostuvo en su juventud. Se embriagaba pero aun así estaba triste, muy triste. Y eso tiempo después valdrá la muerte de su ahora enterada madre, en un año nuevo. Así que decidirán ir hasta el campo a juntar girasoles. Aunque luego les ardan las ronchas en las manos. Decorarán a su madre con el mismo esmero en  que la olvidarán. Y su padre seguirá bebiendo ahora por doble dolor y ausencia en todas las reuniones familiares, continuará riendo y haciendo reír a sus allegados.

    Por poco que resulte no se distrae en imaginar el fin del día. Los rostros de las personas hoy parecen menos alegres. Por penoso que resulte, no se distrae en poner almohadillas en sus corazones, algo que amortigüe tanto de eso que duele y duele. Es que la señorita Consuelo desea con la mayor de las añoranzas poner en orden la vida de los caracoles. Su lánguida caravana  deja estelas de cristales que solo las amebas pueden pulir.
     Ama a los caracoles, su labia bajo una luna llena y húmeda, con silencio apaciguante, los caracoles siempre viven de viaje. Un lento éxodo que consuela todos los rumbos.
     Nadie puede atestiguar el indiscutible descanso, los caracoles se avecinan a la palma, son los únicos testigos en esos momentos entumecidos en que Consuelo extiende cada uno de sus minúsculos dedillos para rozar apenas alguna de sus antenas. Mar de espuma blanca. Auto defensa enclaustrada en sus residenciecitas. Los caracoles se guarecen dentro de si mismos y expelen la nívea esperanza de salir con vida. Todo el acto se contrae. Distante de lo sugerente de la tarde, Consuelo niña ahora y tan lejana de la futura anciana que aguardará de momentos a otros la misma muerte de siempre observa la espuma de los caracoles. Su esencia.              ¿Cuándo regresarían a su reino…?

    La espuma caracolada: Un hombre camina en ese silencio de nieve. No tiene palabras, pero sus labios partidos de frío, disfrutan del prostituirse al mutismo. Intenta recordar el pábulo por el cual se haya bajo tales acontecimientos. No representa su imagen. Ni su idioma. Ni su folclore.
Una confiera le habla. Le susurra el nombre que desconoce. El árbol es un pino y el hombre un pupilo. La confiera es un abeto y la navidad en que la olvidaron fue la preliminar  a la navidad pasada. El árbol sabe su nombre.     El hombre solía descoyuntarse en las navidades. El abeto le corta la respiración ahora al valle cano. El árbol ahora es un hacha. Un verdadero hacha en esa garganta albina que es el valle. La confiera sin vacilar mutila al hombre sin palabras. Serpentinas rojas y bordó y mas oscuras también, bañan sus ramas. Ahora lo descuartiza y cuelga sus botines de ciervo del nudo en cualquier sitio. Su vista vidriosa ahora son dos sutiles adornos que no dicen nada en la punta del abeto. Unos niños se oyen a lo lejos. Villancicos juveniles. Los niños rodean al pino y cantan y juegan a la ronda redonda. Cada uno con su par de guantes coloridos. El bosque aguarda.

el corazón se le volvió una flor suave; por eso tantas mariposas le dijo con voz grave el forense

    Se recuesta sobre el pasto, tan pronta al olvido,  que en otros momentos ponía de rosadas comisuras los muslos vírgenes y desdoblados a las orillas de una falda arremangada. Se dormía con tristes gestos y muda osamenta. Aun la tarde. Una bandada de seres alados empuja el sol hacia el crepúsculo, gritando todos ellos, llenando todos ellos la ciudad de plumas y excremento o quién sabe qué. La tarde como hurtada de un embrión dulce, ahora sonríe.

    El correr de los años ya se atestiguan por si solos. Todos los silencios del bosque rogaban su muerte. Sin odio Consuelo es  sancionaba  con mutismo gozoso. Era momento y lugar para considerar como se fragmenta el aliento. Las florestas amparan asonancias que no articulan solo antes de un fatídico olvido. Por sus manos ya no se distinguían más que ritmos de lugares donde ya la fragancia de los frutos hurtaba las estaciones. Desde el inicio de lo alto de la elevación no espera más que su misa. Con escasa diferencia de crear adulaciones a semejante prominencia de fatídica ornamenta, respira hondamente. Huele a la flor de  cala.


    Lejos los árboles. Lejos los bosques. Papá lejos y risueño. La familia continuamente tan con carácter de cuna. Todo en su sitio. Lejos. Y allí las gotas dejando una estampa de su vestido sobre la piel negada a marchitarse. Bastó el tallo sobre sus palmas para que el cielo ya negrusco de tarde y nubes le obsequiara más que rocío. Tomó la flor de Cala entre sus manos y la lluvia se concibió. Tomó la flor y su  beso se extinguió  en la  corola.


    Los caracoles retornan. Retornan y la cubren. Lentamente la poseen. La envuelven.  Sus fosas (las de Consuelo) nasales muestran signos de dilatación. Elixires des-apresurados. Los caracoles la poseen. La transitan lentamente. Emprenden una carnicería lidiante e  indestructible. Sus hileras de centelleo y lagrimosos pasos la habitan. Con perspicacia increíble dentro de su expedición engullen la flor de Cala, derraman sus sistemáticas fauces sobre el vestido. Ella tendida y desnuda se entrega a un sueño vago y vegetal. Los caracoles se introducen por sus fosas nasales. Se internan en la boca y oídos. Los caracoles, Teófilos  celadores trabajan al fin de la tarde. Incursionan sus orificios. Devoran los ojos que Consuelo desde infanta confesaba a lo acolchonado de la vía láctea. Los caracoles en silenciosa gestión. Ya es de noche los caracoles cenan. Uno; diez; cientos de ellos se aglomeran y poco dejan.    

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